El problema de la laxitud

 

Una de las muchas cosas que caracterizan los tiempos en los que nos toca vivir sin duda es la falta de coherencia con lo que se cree o piensa.

Estoy seguro de que a lo largo de su vida espiritual se habrán topado con miles de casos de falta de coherencia, de laxitud espiritual o dogmática que, por desgracia, son el pan de cada día en casi la totalidad del mundo católico.

Podemos identificar a los laxos muy fácilmente, no ya solo por sus actos pues no se preocupan de esconderlos, sino por sus manifestaciones. A la frase “soy católico pero…” podríamos añadirle un montón de coletillas. Citando brevemente unas cuantas: “Creo a mi manera”, “creo en Dios pero no en la Iglesia”, “los tiempos avanzan”, o calificativos políticos imposibles de compaginar con el adjetivo “católico”, como son liberal, nacionalsocialista, capitalista o libertario.



Y es que señores, con este artículo no vengo a revelar nada nuevo, pero sí a recordar que el ser católico, que etimológicamente significa universal (es decir, para todos los hombres sin excepción), implica irremediablemente ser excluyente (Irónico, ¿verdad?).

Es catolicismo es excluyente porque, a diferencia del liberalismo que se amolda a cualquier cosa y en palabras de Jesucristo, no se puede servir a dos señores (Mt 24,34). Nuestro Señor, a diferencia de los modernistas, hablaba muy claramente. Así también lo solía hacer la Iglesia antes de la propagación del cáncer modernista, definiendo el catecismo como católico a todo “aquél que cree Y vive según las enseñanzas de la Iglesia”. Nótese el uso de la conjunción copulativa “y” la cual implica nexo de unión entre dos frases en lugar de la conjunción disyuntiva “o”, la cual expresa dos opciones. Esta pequeña lección de sintaxis no es sino un sencillo y perfecto símbolo de la imposibilidad de ser católico sin creer y vivir según la doctrina católica ya que quien es de Jesucristo escucha su voz y la reconoce (Jn 18, 38; Jn 10, 27-30).

Hoy día, al igual que los demonios, los que no escuchan la voz de Cristo son legión incluso dentro de la propia Iglesia. Una gran mayoría lo es ciertamente por pura ignorancia.  En cambio otros lo hacen por pura soberbia y orgullo. Y por supuesto tampoco faltan los salteadores disfrazados de pastores como por ejemplo el anticardenal Marx o el homosexualista de James Martin.

Como ya venimos diciendo en otras ocasiones, el católico ha sufrido un gran afeminamiento de carácter que no es consecuencia sino de la laxitud moral y dogmática triunfante gracias al silencio e inacción de todos los católicos en su conjunto empezando por los pastores.

Nos hemos acobardado, tenemos miedo del mundo, de parecer demasiado “carcas”, en definitiva, de defender la Fe y la Verdad abierta y valientemente. Como consecuencia, nos comen el terreno y el rebaño se dispersa.

No faltan tampoco los traidores y los cobardes dentro de nuestras propias filas, aquellos que tratan de edulcorar el Evangelio para tratar de adaptarlo al mundo y sus exigencias, al hombre moderno y sus apetitos, buscando complacer al mundo en lugar de complacer a Dios.  Bajo estas premisas se mutila la Fe, se cuestionan dogmas y se justifica e incluso trata de bendecirse el pecado. Los pocos valientes que tienen el valor de abrir la boca y de defender la verdad son tildados inmediatamente de fanáticos, de obscurantistas, de faltos de caridad (Muy hipócrita por parte de esos celosos defensores del no juzgar), etc.

Estos soberbios impostores o pobres ignorantes (Pues aquí sí que existen dos posibilidades) olvidan que no pasará ni una tilde de las palabras del Señor (Lc 21, 29-33). No solo eso, sino que además tampoco existe eso que llaman el hombre moderno puesto que el hombre contemporáneo es el mismo desde los tiempos de Adán, con idéntica inclinación al pecado, con idénticos interrogantes y con la misma necesidad espiritual de Dios.

Por otra parte, modernizarse no consiste en tergiversar o manipular el Evangelio para agradar o ponerlo en consonancia con la moda de turno. Todo lo contrario, modernizarse consiste en utilizar los medios y técnicas modernas como las tecnologías para la salvación de la almas y la conversión de los pecadores. Modernizarse es, por ejemplo, si tengo que irme a predicar a Albacete, que lo haga en coche en lugar de en burro. Es disponer de buenas lecturas y libros religiosos en la red al alcance de todos, y así miles de ejemplos más.


Modernizarse no es convertir el templo en una verbena o festival flamenco de guitarras o en un ágape interreligioso. Modernizarse no es callar la Verdad o edulcorarla para tener más gente en la parroquia. Modernizarse no es decir que se puede ser santo  yendo a discotecas, fumando porros o yendo en bikini a la playa.

No, todo eso tiene otro nombre y es el de profanación, ya sea el templo físico de la parroquia o el templo del Espíritu Santo que es nuestro cuerpo. Tampoco aquí vengo yo a deciros nada nuevo. En este aspecto, San Pablo me lleva un par de milenios de ventaja (1 Cor 3, 16).

Otra cosa muy característica de este tipo de comportamientos es una falsa o errónea concepción de la caridad. Se hace mucho hincapié en las obras corporales como dar limosna a los pobres pero se hace a menudo completo olvido de las obras espirituales como por ejemplo enseñar al que no sabe. Y enseñar al que no sabe consiste muchas veces en sacar al prójimo de su error, no en hacerle perseverar en él justificando el mismo con frases banales como “Dios te ama” o “No te puedo juzgar” bajo el falso escrúpulo de evitar crearle problemas de conciencia.

Es cierto, Dios nos ama por muy pecadores que seamos puesto que su amor excede infinitamente a nuestra maldad. La Escritura no es sino un testimonio constante del amor infinito del Creador por el hombre, su criatura. En cambio, lo que no se dice ni una sola vez en la Biblia es que Dios ame el pecado. Es más, suele darnos infinitos ejemplos de castigos a quienes perseveran voluntariamente éste.

Olvidan los adalides de la laxitud que Dios es infinitamente justo además de infinitamente bueno. Como consecuencia de su inconmensurable bondad, da plena libertad de acción y elección al hombre acerca del camino que desea recorrer, libertad para elegir a Cristo o al mundo y al pecado. En el juicio particular, el Señor no hace sino dar al hombre lo que éste voluntariamente escogió durante su vida terrena: O renunciar al pecado recorriendo la senda estrecha y angosta que conduce hasta Él o renunciar a Dios recorriendo el amplio y cómodo sendero del pecado que lleva a la perdición (Mt 7,13).

En esta encrucijada de caminos, no hay lugar a medias tintas. Una elección implica automáticamente la exclusión de su opuesta.

Por último, aun a riesgo de extenderme demasiado y reducir el número de potenciales lectores de este artículo, me gustaría dirigirme a todos aquellos católicos comprometidos seriamente con su Fe. No tengamos miedo de los juicios terrenales ni de la opinión del mundo. Preocupémonos únicamente por la opinión de Dios. Pensemos en el bien de nuestro prójimo, en que nuestra laxitud y/o mal ejemplo refuerza al prójimo en su mala vida, desprestigia la religión ante sus ojos y eventualmente contribuye también a la perdición de su alma. Buen ejemplo de ello es el caso de Andrew Tate y su conversión al islam, siendo una de las razones (obviamente no la principal), en palabras de este nuevo estandarte de la antimasculinidad y del materialismo y el despilfarro, la falta de coherencia y seriedad de los que se llaman cristianos en su vida. 

No estoy llamando a que todos vayamos señalando por la calle con el dedo a la gente ni a ser policías de la moral. Estoy llamando a vivir la vida cristiana con seriedad y a combatir la laxitud y la confusión dentro de nuestra casa que es la Iglesia Católica teniendo siempre en cuenta la máxima de la caridad fraterna y del odio inconmensurable al pecado.

Si bien es verdad que tenemos que tener en cuenta las circunstancias e intenciones de cada individuo a la hora de actuar de una forma u otra (Véase por ejemplo, la corrección fraterna o la abierta confrontación), lo que en ningún momento debemos de dudar es que un acto intrínsecamente malo siempre será malo independientemente de las circunstancias o intenciones del individuo. He ahí la gran diferencia.

No desesperemos nunca por muy cruda que sea la situación. El cristiano siempre triunfa cuando parece estar totalmente derrotado.  Cualquier buena acción, por pequeña que sea, tiene su eco y repercusión en la eternidad. Ante Dios jamás seremos héroes anónimos.

 

¡VIVA CRISTO REY!

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