Héroe y mártir, Antonio molle lazo
ANTONIO MOLLE LAZO
Víctima del odio, incorruptible católico, querido y amado
por sus coetáneos, mártir… pero sobre todo, un olvidado por su pueblo que se
afana en enterrar los crímenes de aquellos que creyendo luchar por una
honorable causa sembraron el terror y la barbarie en España. Hoy hablamos de
uno de los grandes ejemplos que nos deja nuestra historia.
Su padre, Carlos Molle, luchador y ferviente católico,
predicó con el ejemplo a nuestro
protagonista, siendo padre y obrero ejemplar, dándolo todo para sacar a flote a
su familia. Su madre Josefa Lazo fue la responsable de la crianza de él y de
sus otros seis hermanos, educándoles en el amor y en la austeridad de la
religión cristiana.
Antonio Molle Lazo creció en el seno de una familia de
tradición Carlista, y estudió en el Colegio del Buen Pastor de
los Hermanos de la Salle de Jerez de la Frontera. Su afán por ayudar
a la familia le llevó a trabajar primero como meritorio en la estación de
ferrocarril de Jerez, de escribiente en una bodega luego y finalmente como
taquillero en un cine junto a su padre.
Uno de los rasgos de Antonio, ya desde chico, era que no
toleraba que se ofendiera a Dios en su presencia o se faltara a la caridad para
con sus compañeros. Dice uno de sus amigos: «Desviaba las conversaciones
hábilmente cuando veía que tomaban un sesgo poco conveniente». Se conmovía al
oír blasfemar y en varias ocasiones reprendió, con dulzura o con gran energía,
tan desgraciado vicio.
En 1931 se afilió a las Juventudes Tradicionalistas siendo
un muy activo propagandista, hasta en mayo de 1936 ser detenido por defender de
la quema el convento de Santo Domingo de Jerez, teniendo que pasar un mes y
medio en la cárcel.
Ya en el 1936, el propio 18 de Julio, se le encargó a su
grupo de requetés junto a unos guardias civiles que fueran a Peñaflor, un
pueblo cercano, a defender a la
población de posibles ataques de los grupos marxistas.
Una mañana se escuchó el grito de alarma que conmovió a la
población. Algunos se fueron al Ayuntamiento y otros subieron a las azoteas de
las casas, para desde allí repeler la agresión de varios centenares de
marxistas de Palma del Río que se acercaban amenazadores, unos a pie, otros a
caballo y algunos en camiones. Se sabe que Antonio estuvo en el convento de las
Hermanas de la Cruz, con intención de salvarlo.
Los asaltantes se dividieron en grupos para atacar por
varios sitios a la vez. La situación se hacía dificilísima. Molle, en un
intento de sumarse al resto de los defensores, fue descubierto y capturado.
Su martirio fue terrible, dijo el testigo Don Ángel de las
Heras Morón de cuando se lo llevaban:
«Al cruzar por una ventana que daba vistas a la carretera
pude ver que, a la cabeza de un enorme pelotón de marxistas, enfurecidos y
dando voces como energúmenos, se destacaba una boina roja, impresionándome
bastante por sospechar lo que después pude confirmar. Una vez en el
jardincillo, donde me pusieron para fusilarme, los increpé, diciéndoles que
sólo eran capaces de matar a hombres viniendo en piaras, pues lo demostraba que
un solo requeté había necesitado ser cazado por un pelotón enorme, después de
quedarse sin municiones».
En su paredón de muerte, le gritaban con intención de acobardarlo a su rostro : «¡Muera España!
¡Viva Rusia!». , pero él respondía a cada provocación: «¡Viva España! ¡Viva
Cristo Rey!».
Se les ocurrió entonces la
idea de lograr que Antonio apostatara de su fe a fuerza de tormentos. Quisieron
obligarle a decir: «¡Viva el comunismo!». Y respondía él con fuerza
sobrehumana: «¡Viva Cristo Rey!». Y uno le cortó la oreja. Volvían a insistir
en que pronunciara una blasfemia. El mártir, invicto, seguía dando vivas a
Cristo Rey y a España. ¿Cómo iba a blasfemar Antonio, él, que tanto horror
tenía por tales males? Los verdugos multiplicaban sus ofensas contra aquel
joven desarmado que estaba a su merced. Le cortaron la otra oreja, le vaciaron
un ojo, le hundieran el otro de un brutal puñetazo, le llevaron parte de la
nariz de un tajo feroz. Antonio iba resistiendo con heroica firmeza. Su sangre
corría copiosa. Sus dolores debían ser horribles. De vez en cuando se le oía
decir: «¡Ay, Dios mío!», y Dios le daba de nuevo valor para resistir aquella
cruenta pasión y exclamaba con renovados bríos: «¡Viva Cristo Rey!».
Al fin uno gritó: «¡Apartarse... que voy a disparar!».
Quedó nuestro Antonio solo, todo él empapado en sangre. Comprendió que llegaba
su hora gloriosa, la de dar la vida por Dios y por la Patria. Extendió cuanto
pudo sus brazos en forma de cruz y gritó con voz clara y potentísima: «¡Viva
Cristo Rey!». Sonó la descarga que le abriría las puertas del cielo, y su
cuerpo agonizante cayó pesadamente a tierra, con los brazos en cruz. Al ver los
sicarios que aún respiraba, quisieron rematarle. Lo impidió uno: «No rematarle...
Dejadlo que sufra...».
Era el 10 de agosto de 1936.
Habiendo leído éste testimonio, deberíamos plantearnos a
nosotros mismos el ejercicio de hacernos en su situación: ¿Cómo hubiéramos
reaccionado? ¿Nos hubiéramos mantenido firmes a nuestros ideales, o, por el
contrario, hubiésemos cobardemente apostatado de ellos?
Sirva su ejemplo de fidelidad para que encontremos en tan
ejemplar acto una motivación para el hacer de nuestro día a día.
Abraham.
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