Lo que de verdad importa.

 Lo que de verdad importa



¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Para qué he venido al mundo, para qué estoy aquí? Son muchas las veces en las que cada uno de nosotros se hace a sí mismo estas preguntas. 

Y es que son cuestiones que son determinantes para la vida de un ser humano. En esta vida, toda acción requiere de un objetivo, ya que una acción que no tiene un objetivo es una acción que no tiene sentido y, por lo tanto, es una acción que se destruye a sí misma. 

Lo mismo sucede con la vida de las personas: Cuando no sabemos por qué y para qué vivimos, enseguida perdemos el sentido de nuestra existencia. Buena prueba de ello es la sociedad en la que vivimos, la cual, si bien está llena de comodidades, también está totalmente impregnada del vacío existencial. ¿Acaso no son el suicidio, la depresión y tantos otros problemas mentales las enfermedades características del siglo XXI? ¿Cuántas personas hay que no encuentran sentido alguno a su vida y viven atrapados en una desesperante rutina, viendo los días pasar uno tras otro? 

Otra prueba de este vacío es la tan escuchada frase, sobre todo de boca de los más jóvenes, de: “¿Para qué voy a traer hijos a este mundo?” ¿Acaso no es ello una confesión involuntaria de falta de felicidad?

El catecismo nos da la respuesta a tamaña cuestión: Vivimos para conocer a Dios, amarle, servirle y unirnos a Él en el cielo. He ahí el sentido de la vida. Ya tenemos determinado el objetivo, ahora falta determinar los medios para alcanzarlo. 

Actualmente estoy leyendo un libro del padre Lawrence O. Richards, “Be a man! Becoming the  man God called you to be” en el que el padre da unas directrices lógicas y sencillas, tan sencillas y lógicas que probablemente ni siquiera pensemos en ellas en el día a día. 

“Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Así dice el primer mandamiento. Para amar a alguien, es necesario conocer primero a la persona amada, trabar amistad, tener complicidad e intimidad con ella. 

El padre Lawrence  nos alienta a ello con la siguiente anécdota: 

“Si yo preguntara a mis alumnos cuál es su objetivo para este año, me responderían que ser los campeones de fútbol del Estado. A la pregunta de qué harían para ser campeones, respondieron los chicos que entrenarían mucho todos los días. ¿O es que acaso alguien se convierte en campeón entrenando solamente 45 minutos los domingos?”

El autor utiliza este ejemplo y lo compara con nuestra relación con Dios. Cuando conocemos a una persona, buscamos pasar tiempo con ella. Si estuviéramos conociendo a una chica, no nos bastaría verla una vez, solo 45 minutos por semana. Así nunca llegaríamos a conocerla. 

Pues lo mismo sucede con nuestra relación con el Señor: Hemos de pasar tiempo con Él, tenemos que conocerle, tener confianza e intimidad con Él, abandonándonos completamente en Sus manos y en su Voluntad. 

“Primero Dios, luego Dios y después Dios” debe ser nuestra divisa. Para ello, debemos de poner a Dios en primer lugar antes que a nosotros mismos. He aquí la parte más difícil: El morir a uno mismo. 

¡Cuánto nos cuesta renunciar a nosotros mismos! A nuestros gustos, a nuestros placeres, a nuestras aficiones…¡Cuánto nos gusta tenerlo todo bajo control y disponer de todo según nuestra voluntad, arbitrio y capricho!

Dios nos enseña todo lo contrario: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (Mc 14, 36). Hemos pues, de trabajar arduamente en ello con la ayuda de Dios. Solamente así seremos verdaderamente felices y verdaderamente libres de toda esclavitud y temor. 

Sé que es difícil, también un servidor es esclavo de estas cadenas. Nos rebelamos por naturaleza contra el sufrimiento. Sin embargo, hemos de tener siempre presente lo fugaz de nuestra vida. 

De nuevo, citaré una de esas reflexiones de uno de esos libros antiguos llenos de polvo y de páginas amarillentas que se solo se pueden encontrar de milagro en alguna tienda de antigüedades. Este libro en cuestión se titula “Diferencia entre lo temporal y lo eterno y crisol de desengaños” por el padre Juan Eusebio Nieremberg. Dice algo así como:

La vida del hombre es como una tela de araña. La araña invierte un gran esfuerzo y una gran cantidad de tiempo en tejer su tela. Pero de repente, llega un soplo de viento y en cuestión de un segundo deshace lo que a la araña le ha costado días de esfuerzo, trabajo y sudores continuados. De igual modo sucede con la vida del hombre: Son muchos los que se afanan por obtener y acumular las riquezas de este mundo cuando de repente les sale al paso la muerte y todo su esfuerzo se torna en vano, ya que sin nada nacemos y sin nada morimos. 

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” Mc 8, 36-37

Ha sido esta realidad la que ha llevado a muchos a la santidad: San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Francisco de Borja, San Casimiro de Polonia…. Todos ellos y muchos otros despreciaron las pompas y las vanidades del mundo y se dedicaron por entero al negocio verdaderamente importante: La salvación. Y arrastraron muchos otros tras de sí. 

¿Y tú? ¿Acaso no puedes ser tú también uno de ellos? Por supuesto que puedes, pero no por tus propias fuerzas, sino únicamente abandonandote en el Señor. 

Recitemos todos los días esta preciosa oración de San Francisco de Asís: 

“¡Oh Señor! Hazme un instrumento de Tu paz. Que donde haya odio, siembre amor; donde haya injuria, perdón; donde haya duda, fe; donde haya oscuridad, luz; donde haya desesperación esperanza y donde haya tristeza, alegría. 

¡Oh Divino Maestro! Concédeme que no busque ser amado sino amar; que no busque ser comprendido sino comprender; que no busque ser consolado sino consolar. Porque dando, recibo; perdonando, es como Tú me perdonas; y muriendo por Ti; nazco para a vida eterna. Amén”. 


A.M.D.G.




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