Cargar con la Cruz
Cargar con la Cruz
Son muchas las veces que hemos escuchado y leído esta frase, tanto en el Evangelio como en la santa misa. Todo católico convencido es consciente del significado de esta frase. ¿Cuántos son capaces de llevarla a cabo?
Son muchas las veces en las que, en los momentos de fervor, donde nuestro corazón arde de amor al Señor y donde nuestra Fe parece inquebrantable, donde nos creemos capaces de cualquier cosa por Cristo, pedimos al Señor que nos mande cruces y pruebas para probarle nuestra Fe y virtud.
Pero el Señor nos advierte, no sabemos lo que pedimos. ¿Seremos capaces de beber de su mismo cáliz? (Mt 20,22).
Os voy a contar un ejemplo personal: Como todas las semanas, fui a hacer mi hora de adoración a la capilla del Apóstol Santiago. En el interior el ambiente era ideal: Silencio absoluto, luz tenue, solamente la custodia y la sagrada Forma eran iluminadas por una potente linterna. Además, el banco de la primera fila estaba completamente vacío, por lo que pude sentarme justo delante del Señor.
Tras la lectura espiritual y el rosario, siempre me gusta conversar con Jesús, contarle mis problemas, inquietudes, proyectos, incluso le cuento momentos divertidos que me vienen a la cabeza, en definitiva, le hablo como se habla al mejor amigo al que no se le oculta nada del corazón.
Y no es de extrañar que, en la intimidad de esas conversaciones, el Señor nos dé a sentir una pequeña parte de su amor. “Consuelos espirituales”, como se les suele llamar. En esos momentos de fervor también me acuerdo de todos mis seres queridos: Padres, abuelos, mi hermano, mis primos, parientes, amigos de la infancia, compañeros del colegio y del trabajo y así un largo etc.
Por desgracia, la inmensa mayoría de ellos, salvo unos pocos que se podrían contar con los dedos de una mano (Y aún me sobrarían dedos), viven totalmente alejados de la Fe. Me entristezco de pensar en la suerte que correrán si, llegado el momento de la muerte, perseverasen en ese estado.
Ahí es entonces cuando, con el corazón ardiendo y a veces incluso con lágrimas, le digo al Señor cosas como: “Señor, no permitas que mueran en pecado mortal. ¡Sálvales! ¡Castígame a mí y no a ellos! ¡Mándame cruces! ¡Que yo sufra todo lo que tenga que sufrir! ¡Mátame, toma mi vida a cambio de sus almas, pero apiádate de ellos!”
Es entonces cuando el Señor me pregunta lo mismo que a Santiago y Juan, a lo que yo respondo decididamente: “¡Puedo!”
Y el Señor me escuchó, me mandó una cruz. Y no una cruz como las que nos solemos imaginar en los momentos de fervor, sino una cruz como la Suya: De las grandes, de las que pesan, de las que nos hacen caer.
Llegó la hora de la prueba: Dolores constantes, pocas posibilidades de alivio y el cambio radical que me supuso. No poder estar sentado salvo unos minutos (Con las consecuencias que ello me conlleva para la vida laboral), andar cojeando por el dolor, poder vestirse y desvestirse a duras penas, no poder ir a visitar al Santísimo, no poder permanecer arrodillado en misa por más de unos escasos minutos… Pero lo peor de todo no son los dolores, sino la sensación de absoluta dependencia, de no ser capaz de valerme por mí mismo.
Pero esta dependencia no es solo física, sino también espiritual. Tardé en darme cuenta que lo que importaba no era lo que yo quisiera o deseaba hacer cuando me curase, sino lo que quería el Señor de mí en ese momento, es decir, que llevase mi cruz.
En hebreo, se utiliza la expresión מהרגליים לפול (Lifol me’haraglayim, literalmente significa caer de las piernas, es decir estar agotado). Así es como nos sentimos cada uno de nosotros cada vez que caemos bajo el peso de nuestras cruces.
“Señor, no puedo más, ¡ayúdame!” solemos decirle. Es en esos momentos donde nos damos cuenta de nuestra debilidad, de nuestra nada, y lo mejor, de nuestra absoluta dependencia de Dios. En los momentos de prueba, nuestra Fe parece tambalearse, nos desesperamos, podemos llegar incluso a dudar. Pero es precisamente ahí donde demostramos nuestra fe, reuniendo toda la confianza en Él para, aplastados por el peso de la cruz, decir con decisión: ¡Fiat! Si queremos servir al Señor, debemos estar preparados para la prueba (Eclesiástico 2,1), ya que el valor del oro se prueba con el fuego (Eclesiástico 2, 5-7).
Al igual del Señor, hemos de cargar con nuestra Cruz y morir en ella en el Calvario, es decir, debemos morir a nosotros mismos, conformarnos totalmente con la voluntad de Dios. No pensar más en lo que queremos o quisiéramos hacer, sino en lo que Dios quiere de nosotros.
Así nos lo demuestran grandes santos como San Maximiliano Kolbe, quien aseguraba que el departamento de trabajo más importante de Niepokalanów (La ciudad de la Inmaculada) era la enfermería. El santo afirmaba que se necesitaba más coraje para sufrir pacientemente una enfermedad a lo largo de los años sin perspectivas de recuperarse que de morir mártir de misionero en un país lejano (Ver “La Inmaculada, Nuestro Ideal ", del Padre Karl Stehlin).
O San Pío X, quien no rechazaba las pruebas, sino que las deseaba, sabedor que éstas eran una fuente inconmensurable, así como que Cristo nos da las fuerzas necesarias para soportarlas y superarlas, como podemos ver en su carta a los obispos franceses que sufrían la persecución anticlerical del gobierno:
“Y acabo diciéndoos que envidio vuestra suerte, que desearía ir con vosotros a participar en vuestros dolores, en vuestras angustias, para estar siempre a vuestro lado y confortaros. Con todo, si bien lejos con el cuerpo,estaré siempre cerca de vosotros con el espíritu y todos los días nos encontraremos en el divino sacrificio de la Misa, ante el santo Tabernáculo, de donde viene la fuerza para combatir y los medios seguros para la victoria”. (Ver Pío X, En los orígenes del catolicismo contemporáneo, de Gianpaolo Romanato).
El santo Pontífice también nos dio un gran ejemplo de sumisión y aceptación a la Divina Voluntad, cuando agonizando en medio de grandes sufrimientos, exclamó: “¡Me resigno totalmente!” (También de libro anteriormente citado).
Que el Señor nos enseñe a llevar nuestras cruces con alegría y sobre todo, que nos enseñe a amarlas. Que nos enseñe a conocer Su voluntad, que nos ayude a morir a nosotros mismos, que sea nuestro cirineo en el camino al Calvario y que nos ayude también a que nosotros lo seamos de los demás.
Por último, mantengamos siempre la esperanza, especialmente en las pruebas. La vida del hombre es un suspiro, insignificantes son nuestros padecimientos en comparación con la Gloria prometida.
Pidámosle al Señor una sed insaciable del Cielo, de Él, lo que hará llevaderas nuestras pruebas, nos hará morir a nosotros mismos y nos llevará a la santidad.
Amén.
-Franz Lindner
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